
El pelotero cubano Yulieski “Yuli” Gurriel no oculta su anhelo: volver a caminar por las calles de su tierra natal, reencontrarse con su familia y escuchar el aplauso de quienes un día lo veneraron en los estadios nacionales. Sin embargo, su petición de “entrar libremente” a Cuba choca con una realidad que él conoce mejor que nadie: el régimen cubano no perdona la independencia profesional fuera de su control.
“Quiero ir a Cuba. Quiero estar con mi gente, con mi familia. Es mi país, mi casa. No he hecho nada malo, solo perseguí un sueño profesional como cualquier otro deportista en el mundo”, declaró Gurriel. Pero su postura parece ignorar –o minimizar– el contexto político en el que tomó la decisión de abandonar la isla. Durante décadas, el Estado ha castigado a atletas que se marchan sin autorización, y el béisbol no ha sido la excepción.
Del héroe nacional al “traidor” oficial
Gurriel fue durante más de una década la cara visible del béisbol cubano, un atleta privilegiado que representó al país en Juegos Olímpicos, Clásicos Mundiales y torneos internacionales. No era ajeno a las reglas no escritas: quien salía por su cuenta quedaba marcado. Sin embargo, parece sorprendido de que, tras firmar con equipos de las Grandes Ligas, el Estado lo tache de “traidor” y le cierre la puerta.
Esta aparente ingenuidad genera un contraste: por un lado, un deportista que pide reconciliación; por otro, un hombre que durante años defendió un sistema que ahora lo castiga con la misma dureza que a otros colegas antes que él.
El silencio selectivo y la falta de autocrítica
Gurriel se cuida de no criticar directamente al regimen cubano, probablemente para no agravar su situación. Pero en su discurso falta autocrítica: no reconoce que su salida implicaba romper con un esquema que siempre trató a los atletas como propiedad del Estado. Su caso no es un accidente ni una anomalía; es la consecuencia previsible de un modelo que él conocía de cerca.
Otros peloteros, como Orlando “El Duque” Hernández o José Ariel Contreras, asumieron desde el inicio que marcharse significaba cerrar las puertas a un regreso oficial. Gurriel, en cambio, parece querer conservar el estatus de hijo pródigo mientras disfruta del éxito que solo fuera de Cuba pudo conseguir.
Reacciones desde el exilio: apoyo y reproches
Las palabras de Gurriel han encendido el debate entre los cubanos en el exilio. En Miami y otras comunidades de la diáspora, muchos expresaron solidaridad por su dolor personal, pero otros no perdonaron lo que consideran una “doble moral”.
En redes sociales, usuarios le recordaron su silencio cuando, desde la élite deportiva cubana, gozaba de privilegios negados a la mayoría. “Ahora que te duele a ti, hablas. ¿Y cuando el régimen le cerraba las puertas a otros?”, escribió un exjugador residente en Tampa.
Activistas también criticaron que Gurriel no denunciara abiertamente al regimen que lo veta. “No puedes pedir libertad de entrada y salida sin cuestionar al sistema que la niega”, comentó un miembro de la organización Cuba Decide. Otros fueron más duros, acusándolo de buscar beneficios de imagen sin asumir un compromiso político claro: “Quiere regresar sin mancharse las manos, como si fuera solo un problema personal y no una política represiva”, opinó un periodista independiente radicado en Madrid.
Entre la nostalgia y la conveniencia
Su deseo de “estar con su gente” es legítimo y humano, pero el momento y el tono de su reclamo también sugieren una narrativa conveniente: presentarse como víctima sin cuestionar a fondo el sistema que lo margina. Ese equilibrio calculado entre la nostalgia y la prudencia política deja al público dividido entre la empatía por su dolor y el escepticismo ante su falta de confrontación con la raíz del problema.
Un mensaje que revela más de lo que dice
El caso de Gurriel no solo expone la arbitrariedad del régimen cubano, sino también las contradicciones de una generación de deportistas que, al salir, esperan conservar derechos que sabían condicionados por la lealtad política. Su historia es una advertencia y, a la vez, un recordatorio de que, en Cuba, incluso para un campeón mundial, el retorno no depende de méritos deportivos, sino de sumisión.